martes, 29 de marzo de 2011

Dos poemas de Gustavo Solórzano



Instantánea (de un puente al atardecer)

Suspendida en el puente, una mujer lee poemas de
tiempos idos. A su lado, hacia la derecha, una niña
descubre con sonrojo sus piernas. Como a cuatro metros,
un paseante se detiene a contemplar el río. Encima
del puente, a gran velocidad paso en mi carro.

Lejos, muy lejos de ahí, dos niños pelean por el fuego,
manadas de elefantes descubren el invierno, centenares de
mujeres caen de ciertos precipicios, unos cuantos ratones
hacen fiesta en las cocinas, y ella, mujer detenida al borde
del puente, no se percata de estas escenas.

Sigo, avanzo por el puente, doscientos metros y al final
aguarda mi madre muerta, mi hermana que ha salido del
colegio, una flor consumida en el asfalto.

Llego finalmente al otro extremo, y atrás, en medio del
puente, se escucha un grito y algunos carros se detienen:
la mujer que leía poemas se ha lanzado al vacío. Desde las
letras de su nombre han caído al precipicio los versos más hermosos.

Saludo a mi madre, saludo a mi hermana.
Me pregunto si alguna vez habrán leído un poema.

Arte (poética II)

¿Qué debe ser un poema?

La pregunta es necia y aún así se mantiene.
No existe el menor consenso sobre estas cuestiones.
A lo mejor hemos pasado demasiado tiempo
sumidos en los regodeos de nuestros tiranos yo internos.
A lo mejor, sin quererlo o con toda la pasión,
nos detuvimos a cantar sobre labios ajenos
y olvidamos en el camino la piedra,
los aviones y la tarde.

Un poema no debe decir nada insignificante,
y sin embargo, muchas veces no es capaz
de distinguir lo importante de lo superfluo.
Sabe de ritos, de musas y de esperas,
pero también debe saber de cuentas, recibos
y filas en los bancos.

Antaño los poetas cantaban a la rosa,
hoy la rosa está marchita en la autopista.
Hoy el periódico anuncia una baja en los combustibles
y nos damos de golpes contra una rima asonante
o una métrica imperfecta,
contrariados por el efecto negativo de la vida en las palabras.

Un poeta, lastimosamente,
es un serecillo de aladas crines,
un oficinista perdido en las montañas,
un labriego de shopping por el pueblo.
Criatura ambigua, ambiediestra,
falaz y cansina,
obstinada, feliz o indispuesta.

Entonces ¿qué podemos esperar de un poeta?
¿Qué podemos pedirle a los poemas?
Nada, excepto cantar la muerte
como si fuese un anuncio en las noticias vespertinas.

ÓGustavo Solórzano-Alfaro.
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Desde el Callejón del Gato

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