martes, 29 de septiembre de 2009

Minino y el puff color caca de gato





Minino y el
puff color caca de gato

(Por el Ratón Aguilar)

“Tengo que acercarlo, tengo que acercarlo,
no me importa la cabeza, el corazón es mi meta”.

Santiago

Aquella mañana fue de fútbol -poetas contra filósofos-, todos jugamos un dieciseisavo de tiempo, menos vos, todos perdimos, menos vos.

Entrada la tarde ya te acusaban de ir a una fiesta sin invitación, de frotarle la calva a un famoso de las tablas como si se tratara de la cacha de madera pulida de un Wester Winch 30-30. Te acusaban de inundar la casa de un “amigo”, como distracción para “secuestrar” una antología de poesía editada en dos majestuosos y obesos tomos, de esos que solo se alcanzan con el presupuesto de los flamantes profesores universitarios o escritores laureados.

Cercana la noche llegabas en automóvil al Raccó del Ratolí con seis latas de PILSEN en un bolso militarmente roído y del brazo de una estupenda morena de anteojos. Recuerdo la fecha, pero no tiene importancia, recuerdo el nombre de la dama, pero no tiene importancia, recuerdo la acostumbrada carencia de comestibles y sobriedad, pero no tiene importancia.

Lo significativo fue tu encuentro con “Pedro y Pablo”, trascendente, porque nos parecía inaceptable, en aquel momento, que el Minino, como le llamara de cariño Carlos, no conociera a un par de trasnochados argentinos. Trascendente, porque fue amor a primera vista, trascendente, por el ruinoso estado en el que terminó mi toca cintas -sonny 2500 zwt-, asunto que hoy no lamento en absoluto ante la inaudita precisión del epígrafe de la segunda parte de soundtrack “Under the bridge” -es curioso como el maltratar a un artefacto con la inquina de un torturador puede a la larga convertirse en el preludio de una colección de estupendos poemas- Trascendente, porque era la primera vez que el Minino iba a la ratonera.

Recuerdo que ella -la morena de anteojos- lo amaba, como se ama a una colección de insectos tropicales, con un afecto-pasión similar al morbo con que se aprecia aquello que hay que preservar tras el cristal. A cada nada le acomodaba el cuello de la camisa, lo acariciaba con cierta delicadeza taxonómica y le clavaba una mirada como de asombro, pero tierna, mientras él, poco a poco perdía la conciencia y se enroscaba en el puff color caca de gato que ocupaba un pequeño espacio bajo las gradas.

Por gloriosos 35 minutos Felipe durmió la borrachera y aquello fue dulce como el Intermezzo de Cavalleria Rusticana de Mascagni.

Cuatro horas habíamos gastado de aquella tarde y no se habló de nada; cinco años, diez años transcurrieron y no se habló de nada, cabalmente de nada, quizás porque la interlocución que encontró en la ratonera no afinaba con sus inquietudes, con sus tempestades personales: Si en el puff azul -que estaba junto al puff color caca de gato- se sentaba Bottelier, él invitaba a Miller; si aparecía Lautréamont o Rimbaud, él prefería a Girondo, Pessoa o Sabines; si el asunto era la Julita Cortéz, él decía “¡mierda!” y de inmediato requería a Jaramillo; si el programa era Joe Cooker o Nash and Young lo de él era Annie Lennox; si los Jaivas salían a la luz entonces él nombraba a Goyeneche.

Nuestro único territorio común fue Violencia de los Hicsos, la gastronomía de lo imposible, los campos magnéticos de Bretón, uno que otro debate sobre el cinismo como categoría política, la dialéctica de la soledad y la compañía de “Lord K de Jos” y por supuesto una indiscutible afinidad por la grandeza autodidacta de José Alfredo Jiménez, aquel mexicanito que sin saber leer música llegó a componer piezas como La que se fue, Juan Charrasqueado, Ella, El jinete y Paloma Querida. De alguna manera le gustaba creer que algo de eso lo asistía, que silbando tan solo, que tarareando tan solo, era posible; eso era lo que imponía la vida y al diablo con la presunción y la rígida petulancia de las poses académicas, esa no era la búsqueda, sino el chiflo, el canturreo, lo que de bueno y de malo dejaba el áspero cotidiano de los mercados, lo que se juega el alma y el hígado tragando mucho texto a la luz de los espacios abiertos, rifándose el pellejo, diciendo mucho en voz alta y nunca callando pese al ojo acusador de los señores de lo correcto, raspándose las manos contra el muro para salir del laberinto y punto.

Aquel día, al empezar la tarde, Felipe llegó a la ratonera, vio lo que quiso ver, se enamoró de lo que quiso amar y delimitó el espacio del que quiso apropiarse -el puff color caca de gato, que desde entonces sería por aquellos años su rincón preferido, seguramente por estar a un brazo de la biblioteca y a menos de un codo de la sonny 2500 zwt y el cenicero de bambú-.

Muchas veces más volvería al Raccó del Ratolí -algunas desde las profundas entrañas de un colosal cefalópodo de papel maché- para hacerse un café marca potenzonni, para fumarse un Rex y compartir un cacique con el flaco o para que Nabil García le cantara a Juan -aún en brazos de la Meche- aquello de Rubén Goldín que rezaba “en los cuentos de hadas las brujas son malas y en los cuentos de brujas las hadas son feas” y a él Catalina Bahía, La marcha de la bronca o La jungla tropical.

El siempre volvía a su puff color caca de gato a enroscarse junto a Namá y Mefistófeles, a descansar sus navegaciones. Él mismo mordía el anzuelo, tensaba la cuerda y la llevaba lejos, allá donde los escualos merodean la sangre y las derrotas, pero él siempre volvía sobre su mismo hamo, cuerda, rastro, con su mitad-costado desecho, cercenado, pero con el corazón intacto, volvía siempre a enroscarse sobre su cama puff color caca de gato, volvía a morir un poco junto a sus viejos y sus niños, a soñar un poco con sus demonios y sus leones.

Él siempre regresaba, pero un día ya no tuvo que volver -y que bien así-, de seguro que toda la vida, la suya, la propia, le entró de golpe por los ojos dándole una cierta hilaridad a sus semillas
y que bien así cuando todo lo resbaladizo, lo peligroso, lo punzante lo atravesó de lado a lado como un arpón benigno llevándose lo que de impugnación hubiese en sus yacimientos y que bien así cuando se le ponen sanguijuelas a la rabia y sangra el pasado perpetuo haciendo de la insipidez, el enervamiento y el delirio algo violentamente parecido a la ternura y que bien así cuando por un instante ya no tuvo que volver a ninguna parte, sino quedarse en todos lados con sus hijos instalados en la retina como una chispa y adivinar, en su propio rostro, algo muy semejante a una sonrisa.

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