jueves, 2 de julio de 2009


Una vez pasé por una ciudad populosa
—Sobre la poesía de Melvyn Aguilar—

Alfredo Trejos Ortiz
Una vez pasé por una ciudad populosa e im-primí en mi cerebro, para uso futuro, susespectáculos, arquitectura, costumbres, tradi-ciones…
Walt Whitman

Sólo el avistamiento de extraños autos negros o de sospechosas mujeres-pájaro haría más interesante a la ciudad que la poesía de Melvyn Aguilar. Esa ciudad coronada por inmensas torres magnéticas, doblada en esquinas que recuerdan grandes barcos y grandes carencias. Su poesía pasa al ras sobre el asfalto, rugoso y negro, escenario de nuestras incontables estrecheces , de nuestra plebeyez —lúcida y honrada plebeyez— y deja un acabado insólito: construye una pista de baile de lo que antes fue un simple “tropezadero”.

En casi todos sus poemas hay una transparencia atribuible a una sólida lealtad al decir las cosas desde su cruel inmediatez. Si es la soledad es entonces la soledad que con pocas palabras comprendemos y que por aún menos motivos adoramos o detestamos. Si es el dolor es entonces el dolor más seco y más terroso, guardado en latitas etiquetadas en una alacena pobre y caduca. Si es el hastío es entonces el contagioso hastío del que acarrea frutas bajo nubes de tormenta. Todo siempre delante de una de esas viejas cámaras Panaflex que confiere a las imágenes su pátina como de cera.

Hay así mismo en la poesía de Melvyn una sencilla erudición que al consultar otras lenguas y al convocar los ancestrales mitos y rituales griegos, latinos y mesoamericanos sometiéndolos a la observación de una cotidianidad en ruinas (la de San José, bulliciosa y desangelada, la de Ortega de Santa Cruz, rupestre y lentísima) levanta una lista de desasosiegos comunes a todos, inaugurados hace tanto, tanto tiempo…

Poemas para permanecer envilecido y airado ante inmundo cuya alma desde hace mucho es un huésped más en los infiernos. Poemas para detonar los diminutos riscos que amenazan con desplomarse dentro de la idea que tenemos del corazón. Poemas que dan la impresión de haber sido escritos con cien años de diferencia entre uno y otro dada la independencia y la dispersión, diría quizá hasta la orfandad que los caracteriza pues son textos que se quedan solos y que solos combaten. Melvyn Aguilar advierte en ellos el color que disfraza las cosas, se embroma con la rutina y la marginalidad. Presiente y da la alerta.

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